Los versos son de Pablo Neruda, la música, en ritmo de tonada, pertenece a Vicente Bianchi, y el éxito del tema no hace más que confirmar que de las figuras legendarias de nuestra lucha por la Independencia, la que más se ha arraigado en el alma popular es la de Manuel Rodríguez Erdoíza. Sus aventuras y andanzas en medio de las fuerzas realistas, que permitieron que la campaña de San Martín desde Mendoza tuviera éxito, le han dado una aureola de misterio que, hasta el día de hoy, es tema de recuerdos y de inspiración para escritores y poetas nacionales, como el caso de Neruda.
¿Quién fue este singular patriota a quien la historia y la leyenda recuerdan en Chile?
Fue su madre doña María Loreto de Erdoíza (en algunas publicaciones aparece como Ordoíza) y Aguirre, natural de Santiago y de una distinguida familia. Ella recibió una esmerada educación, que, unida a sus dotes personales, hicieron que fuera muy cortejada por la juventud de su tiempo. Doña María Loreto aceptó por esposo a un acaudalado comerciante español, don Lucas Fernández de Leyva y Díaz, del cual quedó viuda, recibiendo una apreciable dote.
La viuda quedaba en excelente posición económica, por lo cual muy pronto iba a encontrar un nuevo pretendiente. Le había quedado un hijo de su matrimonio con Fernández, don Joaquín Fernández de Leyva y Erdoíza y que residió siempre en España, donde fue diputado de las Cortes de Cádiz en 1809.
Doña María Loreto dio su mano a un joven peruano, don Carlos Rodríguez de Herrera y Zeballos, del cual tuvo tres hijos: Manuel Javier, Carlos y Ambrosio María. Había contraído matrimonio en abril de 1784 y su hijo mayor nació a comienzos de 1785, siendo bautizado en la Parroquia del Sagrario el 25 de febrero de ese mismo año.
Manuel Javier creció en la casa paterna rodeado de las comodidades que le otorgaban la pudiente posición de su familia. Su padre desempeñaba en la época colonial el cargo de Oficial Mayor de Aduana. De carácter vivo e inquieto, hizo muy buenas amistades en el Colegio Carolino donde cursó sus estudios, siendo su principal amigo otro joven de su edad: José Miguel Carrera Verdugo. Ambos dejaron recuerdo en el colegio por sus pilatunadas estudiantiles y en una ocasión en que habían sido condenados a una "corrida de palmeta" por el Superior del establecimiento, burlaron el castigo fugándose por los tejados hasta ganar la calle.
Manuel Rodríguez estudió cánones, teología y leyes y se tituló de abogado en 1809, siendo desde los primeros días un ardiente partidario de la revolución. Pero turbulento por naturaleza se vio envuelto en acusaciones junto con otros diputados del Congreso en noviembre de 1811.
Su vida pública había comenzado en mayo de 1811 al ser nombrado Procurador de la ciudad de Santiago por el Cabildo Metropolitano y en el mismo año fue elegido el 4 de septiembre diputado al Congreso representando a la ciudad de Talca y el 15 dé noviembre diputado por la ciudad de Santiago.
El 16 de noviembre, o sea un día después de ser elegido diputado por la capital, la Junta de Gobierno lo designaba Secretario de Guerra.
En diciembre era incorporado al Ejército con el grado de capitán y nombrado secretario del general José Miguel Carrera. Con este grado y puesto en el Ejército, Rodríguez concurre a las campañas del sur, en 1813.
Secretario de la Junta Gubernativa, le correspondió firmar un manifiesto con el cual Carrera disolvió el Congreso el 4 de diciembre de 1811. Pero su actuación como Secretario de la Junta duró muy poco, siendo sustituido por Manuel de Salas y Agustín Vial.
En los primeros días de 1812 lo vemos de nuevo figurando como secretario de la Junta de Gobierno que formaban don José Miguel Carrera, don Nicolás de la Cerda y don José Santiago Portales.
Durante el resto de 1812 lo vemos alejado de las actividades públicas, y disgustado con los hombres de gobierno fue a engrosar el bando de sus adversarios, hasta que Carrera, conociendo sus manejos, lo hizo arrestar a comienzos de 1813 y lo envió a un castillo de Valparaíso en calidad de preso. El espíritu inquieto de este hombre singular lo llevaba a mezclarse en toda clase de aventuras.
En los últimos días de marzo de 1813, desembarcaba en Lenga, cerca de San Vicente, la expedición realista que comandaba el brigadier don Antonio Pareja. De inmediato que se conoció la noticia en Santiago, se reunieron el Ejecutivo y el Senado para tomar decisiones en tan graves momentos. Se designó general en jefe del Ejército al brigadier don José Miguel Carrera y se dispuso todo lo conveniente para hacer frente a la invasión.
En este momento Rodríguez se encontraba en Santiago, luego de haber sido indultado, a ruego de su padre, ya que se había comunicado a los que participaron en las andanzas revolucionarias contra el gobierno que serían enviados a Juan Fernández. La situación requería de todos los hombres que quisieran prestar su concurso a la Patria y Manuel Rodríguez, con el grado de capitán, sirve de secretario al general Carrera. Posteriormente lo encontramos como asesor letrado del Ejército y al dejar el mando don José Miguel, Rodríguez regresa a Santiago y desaparece momentáneamente de la escena política. Los acontecimientos de Lircay y la posterior persecución a los Carreras colocan a Rodríguez también en contra del gobierno. Junto con los Carreras se reúne clandestinamente en varias casas de la ciudad.
Todas estas reuniones que se iniciaron el 5 de julio, se hicieron en diversas casas como la de doña Mercedes de Toro o la de doña Rosario Valdivieso. El gobierno seguía de cerca los pasos de los Carreras y los trataban de coger para arrestarlos. Rodríguez era quien se entretenía en burlar la vigilancia de las patrullas y disfrazado husmeaba por los contornos de los cuarteles conversando con algunos oficiales y tropa.
El 20 de julio, Rodríguez llegaba hasta el llano de Portales para entrevistarse con Carrera y Julián Uribe, a fin de ultimar los preparativos para el golpe que debía realizarse al amanecer del día 22. La suerte quiso que por enfermedad de don José Miguel el movimiento revolucionario se efectuara un día más tarde. Rodríguez asumió la cartera de Guerra del nuevo gobierno y colaboró con la Junta hasta que se produjo el desastre de Rancagua y la emigración a Mendoza.
El coronel mayor José de San Martín y Matorras desempeñaba la Intendencia-Gobernación de Cuyo. El oficial había abandonado el servicio en España y vino a América a poner su espada a disposición de su patria, las Provincias Unidas del Río de La Plata.
Hombre de carácter huraño y desconfiado, tenía a su favor una gran penetración en el carácter de los hombres que le rodeaban y de los cuales podía servirse. Esta fue una de las bases de sus primeros éxitos.
Se encontraba en Mendoza madurando su plan de intervención en Chile y para ello necesitaría agentes secretos que vinieran a este país y distrajeran la atención de los realistas sobre los puntos por los cuales debía ingresar el ejército libertador.
San Martín necesitaba encontrar un hombre de valor y que no tuviera miedo de introducirse en Chile, actuando en las cercanías de las autoridades realistas. Este hombre fue el abogado Manuel Rodríguez, cuyo espíritu aventurero, su rara inteligencia y sobre todo su sagacidad para la acción lo hacían altamente recomendable.
En Mendoza llevaba Rodríguez una existencia oscura y pobre. Falto de todo recurso, sin relaciones, ni cómo ejercer su profesión de abogado, vio pasar el tiempo consumiéndose en una inacción que le era mortificante. Conocía los aprestos que estaba haciendo San Martín para reunir el que sería el Ejército Libertador y pensó en ofrecerle sus servicios.
Durante 1916 Manuel Rodríguez, a quien San Martín entregó toda la responsabilidad de llegar hasta Chile, trayendo y llevando mensajes, había ajustado su conducta a una serie de movimientos clandestinos, pero muy audaces, frente a los soldados realistas que lo buscaban por todas partes. Su nombre era conocido y su cabeza tenía un precio, puesto por San Bruno.
Rodríguez conocía perfectamente los pasos cordilleranos frente a Santiago y tenía muchas relaciones entre los habitantes de la zona, de manera que entre ellos buscaba refugio al entrar en Chile. Su persona era conocida por muchos en Santiago, pero se había cuidado muy bien de escoger a sus agentes para no ser delatado. La gente que le conocía y sabía de sus andanzas había tejido a su alrededor una verdadera malla de leyenda y los Talaveras, encargados de mantener el orden en la capital, eran constantemente despistados por el audaz agente.
Su vida, desempeñando la difícil misión que se le había encomendado, estuvo pendiente de un hilo muchas veces. Los realistas lo perseguían con verdadero encono y se le reputaba como el peor malhechor del reino. Un proceso que San Martín le había seguido en Mendoza y al que se le había dado una gran publicidad, era conocido por las autoridades de Chile, pero pronto San Bruno cayó en la cuenta de que tal proceso había sido, como realmente lo fue, un ardid de San Martín para encubrir el paso de Rodríguez hacia Chile.
Buscando los más apartados caminos cruzó la cordillera y se internó en el territorio chileno. En el primer momento su acción pasó desapercibida para las autoridades realistas, pero bien pronto, por declaraciones obtenidas de otros hombres caídos en manos de los subalternos del mayor Vicente San Bruno, salió a la luz el nombre de Manuel Rodríguez.
Este hombre que predicaba el odio contra las autoridades realistas, estaba siendo protegido por personas contrarias al régimen y para poner fin a esta situación, además de poner a precio su cabeza, se amenazó con la pena capital a quienes lo encubrieran. La figura de Rodríguez era un fantasma para los españoles y con una audacia desconocida entonces para muchos, llegaba a las reuniones disfrazado de diversas maneras y era el más entusiasta para gritar: ¡Viva el Rey!, ¡Mueran los insurgentes!
Marcó del Pont.
Su sangre fría y su audacia lindaban en lo increíble y se recuerda que en una ocasión estuvo bebiendo con dos oficiales del batallón Talaveras y disputándoles el amor de una muchacha que los servía en una venta del camino. Sus disfraces lo llevaban a tomar la figura de un fraile franciscano, de un mercader ambulante, de un criado o un campesino, de poncho y ojotas y en Santiago durante una reunión popular para saludar la presencia del Gobernador don Casimiro Marcó del Pont Ángel Diez y Méndez, se acercó solícito hasta la portezuela de su birlocho y, haciéndole una gran reverencia de respeto, abrió la portezuela del carruaje para que Su Señoría subiera a él.
Desde que se habían levantado los patíbulos de Santiago Rodríguez recorría los campos levantando el ánimo de la gente y burlando a las patrullas de caballería que recorrían los fundos o registraban las casas de los campesinos para atrapar al guerrillero. Había venido desde Mendoza bajo el apodo de "El Alemán", como lo designaba en sus cartas San Martín y se había entrevistado con otros personajes de leyenda como eran Villota y el famoso bandido José Miguel Neira, que actuaba en Cumpeo.
Después de un atrevido ataque a la ciudad de Melipilla, y cuando se sentía un poco aliviado de la persecución de los realistas, Rodríguez se ocultó en los campos vecinos al Cachapoal y el 8 de febrero estaba de nuevo en movimiento. Ese día habían salido de Rancagua, de San Femando y de Curicó tropas españolas para unirse a las fuerzas que se concentraban en Santiago, para hacer frente a San Martín quien, ya sabía, se dirigía a Aconcagua con el Ejército Libertador.
Convencido del triunfo patriota ante los realistas, Rodríguez activó sus bandas de campesinos y cruzó el Cachapoal ocupando, al grito de ¡Viva la Patria!, San Fernando y los pueblos vecinos. Era el 11 de febrero de 1817, al día siguiente en los campos de Chacabuco se libraría la batalla que acabaría con el dominio español en Chile.
Con la pacificación del país terminaban las actividades guerrilleras. Rodríguez había sido incorporado al Ejército y figuraba como agregado al Estado Mayor con el grado de teniente coronel de infantería. Pero este espíritu inquieto no se avenía con la tranquilidad de la vida diaria.
La situación de Chile era confusa a mediados de 1817. O'Higgins había marchado al Sur para tomar el mando del Ejército que operaba contra los realistas del Brigadier Ordóñez y en Santiago había quedado como Director Supremo suplente el coronel Hilarión de la Quintana, cuyas medidas de gobernante eran mal miradas por los chilenos, ya que sus continuos cupos para allegar fondos para el pago de las tropas del Ejército de los Andes y cumplir las exigencias que hacía San Martín para reunir caudales que engrosaran el pozo de fondos destinados a su expedición al Perú, sumados a las noticias que llegaban desde Mendoza de haberse sometido a prisión a don Luis Carrera, iban formando una tensa situación en Santiago. Así fue como las reiteradas solicitudes que le llegaban desde Santiago, movieron a O'Higgins a aceptar la renuncia de De la Quintana y nombrar una Junta Gubernativa formada por los ciudadanos Francisco Antonio Pérez, José Manuel Astorga y el coronel Luis de la Cruz.
El 7 de agosto De la Quintana y San Martín habían recibido denuncias de una conspiración carrerina en Santiago y habían sometido a prisión a Manuel Rodríguez y Manuel José Gandarillas. Era la segunda vez que Rodríguez era arrestado. La primera vez se le puso en libertad por solicitud de O'Higgins. La sociedad de Santiago miró con muy malos ojos la prisión de estos hombres ya que también se vinculó a otras connotadas personalidades, como don Ignacio de Carrera, padre de los próceres; don Pedro Aldunate, don Miguel Ureta, don Gregorio Allendes y otros.
El proceso que siguió a la denuncia no tuvo ningún resultado y el 17 de noviembre era puesto en libertad don Manuel Rodríguez.
Llegaron luego los aciagos días de Cancha Rayada y la seguridad del país peligraba. Rodríguez no dudó en ponerse a las órdenes del coronel Luis de la Cruz, miembro de la Junta Gubernativa que había nombrado O’Higgins.
El coronel Cruz acogió la postura de Rodríguez y lo designó su edecán.
A pesar de haber sido impactado por las noticias desalentadoras, Rodríguez fue cobrando su natural aplomo y en la tarde del 22 de marzo el fogoso tribuno recorría Santiago, excitando el ardor patriótico del pueblo.
En la mañana del 23 del marzo hubo una reunión de los notables de Santiago, presidida por el Director Supremo interino, coronel Luis de la Cruz, y Rodríguez levantó los decaídos ánimos con sus vibrantes palabras: "Aún tenemos patria, ciudadanos", gritó en un momento, para terminar diciendo: "Es preciso, chilenos, resignarnos a perecer en nuestra propia patria defendiendo su independencia con el mismo heroísmo con que hemos afrontado tantísimos peligros..." Una ovación premió sus últimas palabras y como resultado de la reunión se acordó extender las facultades del supremo director a la persona de Manuel Rodríguez, con lo cual quedaba el estado con dos cabezas: De la Cruz y Rodríguez.
Con la actividad que le era propia, Rodríguez dispuso de inmediato que "se armase al pueblo de Santiago a fin de engrosar las filas del Ejército patriota y para esto abrió los almacenes de maestranza y repartió el armamento y el vestuario entre todos los hombres que se acercaban a pedirlo. Decretó asimismo la organización de un regimiento de caballería con el nombre de Húsares de la Muerte que él mismo debía mandar y en cuyas filas se alistaron inmediatamente más de cien hombres de todas condiciones". (Barros Arana).
Su acción ardorosa y resuelta "consiguió despertar el entusiasmo de los amilanados habitantes de la capital" y convertir la desesperación en esperanza.
El 24 a las tres de la madrugada llegaba O'Higgins a Santiago y reasumía el gobierno. De inmediato comenzó a preparar los medios de defensa de la capital y a reunir a todos los hombres en estado de cargar armas para reforzar el Ejército. Fruto de estos desvelos fue el Ejército que San Martín pudo oponer a Osorio el 5 de abril en los llanos de Maipo, consiguiendo la victoria con que se afianzó definitivamente la libertad de Chile.
Maipo aseguraba la independencia y O'Higgins pensó en la necesidad de disolver todas las fuerzas milicianas que había y que costaban muchos sacrificios al erario. Se incluyeron entre las fuerzas irregulares al Regimiento Húsares de la Muerte cuyo mando tenía Manuel Rodríguez. Trabajo costó a O'Higgins hacerse obedecer, pero finalmente triunfó la voluntad del mandatario.
Pocos días después, el 17 de abril, se reunía un Cabildo Abierto con numerosas personalidades de la capital. Como la asamblea tomara carácter tumultuario y en ella se destacara la presencia de Manuel Rodríguez, O'Higgins lo hizo aprehender junto con otro de los asistentes, don Gabriel Valdivieso. El primero fue llevado al cuartel de San Pablo donde estaban los Cazadores de los Andes bajo el mando de Rudecindo Alvarado y el segundo al cuartel del Batallón Nº 7.
Rodríguez había volcado toda la fogosidad de su palabra aquel día 17 para desahogarse por el dolor que le había causado el asesinato en Mendoza de los hermanos Juan José y Luis Carrera, cometido por el gobernador de aquella plaza, Toribio Luzuriaga, en una mascarada de proceso.
La Logia Lautarina intervino en el asunto y sus miembros estuvieron de acuerdo en la eliminación de Rodríguez. Rudecindo Alvarado confió la custodia de Rodríguez al teniente Manuel Navarro, español al servicio del Ejército de los Andes "encargándole que lo vigilase sin cesar para que no se fugase de la prisión, como lo había hecho otra vez en el año anterior".
Cerca de un mes permaneció Rodríguez en el cuartel de los Cazadores de los Andes y el 23 de marzo se dispuso su marcha a Quillota. "Al día siguiente de haberse comunicado esta orden al Batallón de Cazadores, el comandante Alvarado llamó a su casa al teniente Navarro y lo introdujo en una pieza con gran reserva y misterio. Allí se hallaba también el auditor de guerra, don Bernardo Monteagudo, un siniestro personaje que tan importante papel había desempeñado en la ejecución de los hermanos Carreras. Alvarado y Monteagudo dijeron a Navarro que, como hombre de confianza, le encargaban la custodia de Rodríguez, y lo constituían responsable de su seguridad con su vida y con su empleo, haciéndole entender que había ciertas personas que se empeñaban por darle libertad derramando para ello algunas sumas de dinero siendo que interesaba mucho al gobierno la seguridad de ese hombre para ciertos fines que después se le comunicarían".
"A las diez de la noche, Navarro fue llamado nuevamente a la casa del comandante, en donde se encontró otra vez reunido en la misma pieza con Alvarado y con el auditor de guerra Monteagudo. Cerraron éstos la puerta de aquella pieza, y dieron principio a una nueva y más importante conferencia, en que se iba a resolver la suerte de Rodríguez....". Ahora, el asunto se reducía "a la exterminación de aquel sujeto, para atender a la tranquilidad pública y a la del Ejército" (Barros Arana).
Al anochecer del 24 de mayo, Navarro llevó a Rodríguez a un lado del camino y acompañado por el cabo Agüero y los soldados Gómez y Parra lo asesinaron casi al lado de unos molinos de Tiltil.
El odioso crimen del cual sabían muy bien Alvarado y Monteagudo se había perpetrado.
Fuente: "Próceres de Chile", Gran Enciclopedia La Nación, por Manuel Reyno Gutiérrez.
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