El ataque de Michimalonco - Incendio de Santiago

Tras este segundo intento de darle muerte, Valdivia no tenía alternativa sino proceder en la forma resuelta en que lo hizo. Pero aunque fortaleció su autoridad en el frente interno, en el externo la situación de los españoles ofrecía a los líderes indígenas una coyuntura inmejorable para intentar desalojarlos de su tierra o exterminarlos definitivamente. Las ejecuciones deben haber parecido a los caciques evidencia que el asalto de Aconcagua había afectado severamente la moral enemiga, al punto que se mataban entre ellos. En contraste, la noticia de la victoria de Trajalongo se propagaba entre las tribus de todos los valles cercanos a Santiago, infundiendo renovado entusiasmo entre los indígenas.

Para organizarlos, Michimalonco convocó una junta, a la que concurrieron miles de indios de los valles de Aconcagua, Mapocho y Cachapoal. Decidieron allí la rebelión total, que se iniciaría ocultando todo resto de alimento, para apremiar aún más a los castellanos y al millar de yanaconas peruanos que les servía. Así, “perecerán y no permanecerán en la tierra, y si acaso quisiesen porfiar, que los matarían por una parte con el hambre y por otra los apocarían con la guerra”

Además, esperaban que la necesidad obligara a los hispanos a dividirse saliendo lejos del caserío a abastecerse.

Ante la falta de víveres y la amenaza de insurrección inminente, Pedro de Valdivia mandó apresar jefes indios en las inmediaciones de Santiago. Con evidente impaciencia dijo a los siete caciques que se logró capturar, “que diesen luego traza en que, o viniesen todos los indios de paz, o se juntasen todos a hacer la guerra, porque deseaba acabar de una vez con ello con bien o con mal”. Les exigió además que ordenaran traer “bastimento” a la ciudad, y les retuvo hasta que ello sucediera. Pero desde luego no hubo ataque ni los alimentos llegaron; esperaban que los españoles se dividieran.

El tiempo transcurría a favor de los indígenas. Supo entonces Valdivia que había dos concentraciones de indios de guerra, una en el valle del Aconcagua encabezada por Michimalonco y su hermano Trajalongo, y otra al sur en el valle del río Cachapoal, tierra de los promaucae, que nunca se habían rendido a los españoles. Decidió entonces partir con noventa soldados, “a dar en la mayor” de esas juntas, la del Cachapoal, “porque rompiendo aquellos, los otros no tuviesen tantas fuerzas”. Allá esperaba también reabastecerse de víveres, pues estaba al tanto que esa tierra “era fértil y abundosa de maíces”. Debe haber pensado que con los caciques del Mapocho de rehenes, inhibía un ataque de los indígenas de ese valle. A los de Aconcagua ya los había derrotado en su propio fuerte, y habrá estimado que podía resistirlos un contingente no muy grande, bien guarecido en el pueblo. Con todo, resulta un tanto difícil entender esta temeraria decisión de Valdivia, que siempre se mostró sensato en sus planes de guerra: en Santiago dejó sólo cincuenta infantes y jinetes, un tercio del total, a cargo de Alonso de Monroy. A éstos hay que agregar, en todo caso, el siempre olvidado contingente de yanaconas.

Con su reducida guarnición, el teniente Monroy se preparó lo mejor que pudo para soportar la anunciada embestida. Los yanaconas le informaron que los indios se acercaban divididos en cuatro frentes para atacar la ciudad por cada costado, y repartió entonces sus fuerzas en cuatro escuadrones, uno encabezado por él mismo y los otros al mando de los capitanes Francisco de Villagrán, Francisco de Aguirre, y Juan Jufré. Ordenó a sus hombres que durmieran con ropa de combate y con sus armas a la vista. Dispuso asimismo que asegurasen a los caciques presos, y hacer vigilancia de ronda día y noche por el perímetro de la ciudad.

Mientras tanto, Michimalonco había ya instalado sigilosamente sus fuerzas muy cerca del pueblo. El domingo 11 de septiembre de 1541, tres horas antes del amanecer, el atronador bramido de guerra de los ejércitos indios de Aconcagua y Mapocho inició el asalto. Venían provistos de un arma sumamente adecuada: fuego, “que traían escondido en ollas, y como las casas eran de madera y paja y las cercas de los solares de carrizo, ardía muy de veras la ciudad por todas sus cuatro partes”.

A la alerta de los centinelas habían salido apuradas los cuadrillas de caballería a tratar de lancear en la penumbra a los indios que inflamaban el caserío desde sus parapetos tras los solares. Aunque el ímpetu formidable de las cabalgaduras lograba desbaratarlos, se rehacían rápidamente, protegidos por las flechas. Michimalonco planeó bien su ataque: los arcabuceros, una de las ventajas tácticas de los españoles, poco podían hacer en la oscuridad, y al llegar el alba el fuego dominaba en toda la villa.

La luz del día y las llamas mostraron al general indio que la ciudad ya estaba suficientemente vulnerable y mandó a sus escuadrones de asalto a tomarla. Desde los pedregales de la orilla sur del Mapocho, uno de esos pelotones avanzaba resueltamente hacia el recinto desde donde se escuchaban, por sobre la bulla de la batalla, los gritos de Quilicanta y los caciques presos. Monroy mandó una veintena de soldados a cerrarles el paso.

Dice el cronista Jerónimo de Vivar que los rehenes estaban en un cuarto dentro del solar de Valdivia al costado norte de la plaza, puestos en cepo, y que el escuadrón rescatista quería entrar por su patio posterior, probablemente cerca de la actual esquina de las calles Puente y Santo Domingo. Los defensores lograban contenerlos, pero cada vez llegaban más indios de refresco, “que se henchía (llenaba) el patio que era grande”.

Inés Suárez, la amante y sirvienta de Valdivia, se encontraba en otra pieza de la misma casa, observando con creciente angustia el avance indígena, mientras curaba heridos. Se dio cuenta que si se producía el rescate, la moral engrandecida de los naturales haría más probable su victoria. Perturbada, tomó una espada y se dirigió a la habitación de los presos exigiendo a los guardias Francisco de Rubio y Hernando de la Torre, “que matasen luego a los caciques antes que fuesen socorridos de los suyos. Y diciéndole Hernando de la Torre, más cortado de terror que con bríos para cortar cabezas: Señora, ¿De qué manera los tengo yo de matar?”

“¡Desta manera!”, y ella misma los decapitó

Salió enseguida la mujer al patio dónde tenía lugar el combate, y blandiendo la espada ensangrentada en una mano y mostrando la cabeza de un indio en la otra, gritó enfurecida: “¡Afuera, auncaes!, ¡Que ya os he muerto a vuestros señores y caciques!... Y oído por ellos, viendo que su trabajo era en vano, volvieron las espaldas y echaron a huir los que combatían la casa”.

Pero con la victoria llegó también la más completa ruina. Valdivia describe el estado calamitoso en que quedó la colonia: “Mataron veintitrés caballos y cuatro cristianos, y quemaron toda la ciudad, y comida, y la ropa, y cuanta hacienda teníamos, que no quedamos sino con los andrajos que teníamos para la guerra y con las armas que a cuestas traíamos”. Para alimentar a un millar de personas, entre españoles y yanaconas, sólo se salvaron “dos porquezuelas y un cochinillo, y una polla y un pollo, y hasta dos almuerzas de trigo”,8 es decir, lo que cabe en las dos manos juntas y ahuecadas. Mariño de Lobera añade, "y vino su calamidad a tal estrecho que el que hallaba legumbres silvestres, langosta, ratón, y semejante sabandija, le parecía que tenía banquete".

El Gobernador, diestro con la pluma como con la espada, resumió estas miserias en la siguiente frase de una carta dirigida al Rey: “Los trabajos de la guerra, invictísimo César, puédenlos los hombres soportar. Porque loor (honor) es al soldado morir peleando. Pero los del hambre concurriendo con ellos, para los sufrir, más que hombres han de ser”.

Por mucho menos se había devuelto la hueste del adelantado Almagro. Los de Valdivia en cambio, resueltos a permanecer en la indómita tierra de Chile, enfrentaron la pobreza con notable tenacidad. Inés Suárez, quien había salvado el tesoro de los tres chanchos y dos pollos, se encargó de su reproducción. Buena costurera, también zurcía los harapos de los soldados y les confeccionaba prendas con cueros de perro y otros animales. El puñado de trigo se reservó para sembrarlo, y una vez cosechado, aún lo sembraron dos veces más sin consumir nada. Entretanto, se alimentaron de raíces y de la caza de alimañas y pájaros.

De día araban y sembraban armados. De noche una mitad hacía guardia en la ciudad y las siembras. Reedificaron las casas ahora con adobe, y construyeron un murallón defensivo, del mismo material, de unos tres metros de alto, alrededor de la plaza dicen unos historiadores y otros, que con centro en ella abarcaba un perímetro de nueve manzanas. Ahí almacenaban las provisiones que lograban recolectar, y se refugiaban “en habiendo grita de indios”, mientras los de a caballo salían “a recorrer el campo y pelear con los indios y defender nuestras sementeras”.

Enviaron a Alonso de Monroy con otros cinco soldados a pedir socorro al Perú. Y para que allá viesen la espléndida prosperidad de este país y se animaran a venir, el astuto Valdivia ideó una singular táctica de mercadeo: hizo fundir todo el oro que pudo reunir y fabricó para los viajeros vasos, empuñaduras y guarniciones para las espadas, y estribos.

Salieron de Santiago en enero de 1542, pero los indios del valle de Copiapó mataron a cuatro y los sobrevivientes, Monroy y Pedro de Miranda, no lograron escapar del cautiverio sino hasta tres meses después. Recién en septiembre de 1543, a dos años del incendio de Santiago, llegaba a la bahía de Valparaíso un barco con el anhelado socorro.

Valdivia estaba fuera de Santiago cuando un yanacona le avisó que había visto pasar dos cristianos viniendo de la costa a la ciudad. Partió al galope de vuelta, y al ver al piloto de la nave y su acompañante, el recio conquistador quedó mudo, mirándolos, y al rato rompió en llanto. "Arrasados los ojos de agua" cuenta el testigo Vivar, y añade que en silencio se fue a su aposento, "e hincadas las rodillas en la tierra y alzando las manos al cielo, sacó el habla y dio muchas gracias a Nuestro Señor Dios que en tan gran necesidad había sido servido de acordarse de él y de sus españoles".2 Poco después, en diciembre, entraba al valle del Mapocho el incansable Monroy, a la cabeza de una columna de setenta jinetes.

Católicos devotísimos, la hueste conquistadora se encomendaba, ante todos estos trances, a una pequeña figura de la Virgen de madera policromada, que Valdivia había traído de España y le acompañaba a todas partes sujeta a una argolla de su montura. Si su teniente lograba volver con socorro, el Gobernador había prometido levantar una ermita para honrarla. Con el tiempo la ermita llegó a ser la iglesia de San Francisco en La Alameda, el edificio más antiguo de Santiago. Y ahí está todavía, la diminuta imagen de Nuestra Señora del Socorro, presidiendo el altar mayor. Ya hace mucho olvidada por los santiaguinos, es el único vestigio de la edad embrionaria de Chile que perdura.

Ya repuesta la colonia, Valdivia siguió con su plan de conquista. Fomentó el retorno de los naturales a sus sementeras y se ganó como aliado a su enemigo Michimalonco y sus acólitos, quienes no hostilizaron más a los santiaguinos, estableciéndose incluso una suerte de comercio entre las comunidades indígenas y española.

FUENTE:http://es.wikipedia.org

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