Diego Portales Palazuelos

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Nació en Santiago el 15 de junio de 1793. Era hijo de José Santiago Portales Larraín y de María Encarnación Fernández de Palazuelos Acevedo.

La familia Portales crecería hasta llegar a ser veintitrés hermanos y sus padres.

Diego, a quien el padre tenía destinado para la carrera eclesiástica, estudió humanidades en el Colegio Carolino, donde aprendió el latín con alguna perfección. En agosto de 1813, cuando abrió sus puertas el Instituto Nacional, Portales fue uno de sus alumnos fundadores, y permaneció en él hasta su clausura en octubre de 1814, habiendo alcanzado a rendir exámenes de filosofía y derecho natural.


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    Su padre lo instó para que siguiera la carrera de leyes y alcanzó a estudiar un año de derecho, pero al poco tiempo se empleó en la Casa de Moneda como ensayador de metales. El 15 de agosto de 1819 se casó con su prima Josefa Portales y Larraín, la cual falleció en 1821. La pérdida de su esposa, a la cual amaba con todo su ser, produjo una honda transformación en su ánimo, y se hizo la promesa de permanecer célibe. De jovial y chistoso se convirtió en un misántropo. Buscó el lenitivo de la religión y se hizo penitente; visitando las iglesias diariamente. Por aquel entonces ya estaba dedicado al comercio ya que, con un capital de $ 4.000 que le obsequió el abuelo de su mujer, adquirió paños y casimires que vendió en su propia casa, obteniendo una buena ganancia. Después de su viudez y como una distracción a sus pesares resolvió establecerse en Lima. Se asoció con el comerciante José Manuel Cea y se embarcó para el Callao en 1822. Dos años permaneció en Lima, obteniendo excelentes resultados financieros, ya que al regresar podía considerarse como un hombre acaudalado, al mismo tiempo que lo había abandonado por completo su aire taciturno y había pasado de ser un viudo timorato y penitente a mostrarse como un hombre galante y muy bien vestido aficionado a los cortejos y saraos. Gustaba de las “remoliendas”, en su casa o en las de sus amigos, o bien en lugares donde hubiera buenas “cantoras” y “tocadoras de arpa”. Era un buen bailarín de la zamacueca y le gustaba mucho tocar la guitarra y el arpa para acompañar a los músicos o para animar él mismo las fiestas. Según sus biógrafos, esas remoliendas nunca degeneraron en excesos.
    Un elegante Portales. Hasta aquí Portales no había intervenido para nada en la cosa pública y parecía desdeñar los afanes de la política. Aunque no había pertenecido a ningún bando político, se le tenía, como a toda su familia, como un buen patriota. (Ver "Del ensayo federal a Portales") En 1824, la sociedad Portales-Cea contrató con el gobierno el estanco del tabaco, a cambio del cual, la sociedad Portales-Cea se hacía cargo del servicio de empréstito que se había contratado en Inglaterra. El negocio fue un fracaso y el gobierno lo desahució con escándalo, apropiándoselo como renta fiscal. Desde ese día, Portales y sus colaboradores comenzaron a constituir, sin proponérselo, un verdadero grupo político llamado de "los estanqueros", al cual se agregaron, aparte de los colaboradores inmediatos en el negocio del estanco, como Diego José Benavente, Manuel Ganda­rillas y Manuel Rengifo, cuantos estaban has­tiados de la anarquía y el desgobierno que sufría el país desde la abdicación de O'Higgins, en 1823. A partir de esos días, comenzó a surgir la persona de Portales en la vida política de la nación. Publicó un periódico en Valparaíso que llamó El Vigía y después uno en Santiago, llamado El Hambriento, desde el cual disparaba sus severas críticas al gobierno de los pipiolos. Cuando la anarquía política alcanzó su máxima expresión, en la que la República quedó sin tener quien la gobernara, una verdadera acefalía del Ejecutivo, el vicepresidente Ovalle estaba tratando de formar un ministerio en el cual nadie quería participar. En la noche del 3 de abril de 1830, en la tertulia en casa del vicepresidente, cuando se supo de las excusas de Mariano Egaña para aceptar el Ministerio del Interior y de José María Benavente el de Guerra, se incorporó Portales, e irritado exclamó en un arranque súbito: "Si nadie quiere ser ministro, yo estoy dispuesto a aceptar hasta el nombramiento de ministro salteador”. Su decisión causó asombro, porque se sabía que para Portales era un serio sacrificio aceptar responsabilidades de gobierno y desatender sus negocios, pero, a la vez, despertó entusiasmo porque se veía que era el único hombre que podía terminar con la anarquía que, desde hacía siete años, arruinaba al país. Ese mismo día quedó nombrado ministro del Interior, de Relaciones Exteriores y de Guerra y Marina. Desde su cargo de ministro, revestido de todos los poderes, emprendió la obra que cambió por completo la fisonomía del país.
    Portales quería y organizó un Gobierno presidencial, democrático, centralizado, fuerte e impersonal y con un Ejecutivo fuerte, eficiente y de una alta moralidad. Se respetaba el cargo y no la persona. Se respetaba el origen del cargo, basado en la voluntad popular expresada en las urnas. Se respetaba la majestad de la Ley, que era una forma de expresar la voluntad soberana del pueblo. Su primer acto en el gobierno fue dar de baja a 136 jefes y oficiales del ejército vencido en Lircay, con lo que terminó de una plumada con el militarismo turbulento y falto de aptitudes para gobernar. Portales, modelo de servicio. Con la misma energía terminó con los funcionarios públicos ineficientes, con los políticos pipiolos y con los reaccionarios que quisieron aprovechar la derrota de sus enemigos. Durante el gobierno del presidente Prieto ocupó numerosas veces diversos ministerios. Fue ministro interino de Guerra y Marina (17 de enero de 1831) y en propiedad (22 de marzo de 1831). A mediados de 1832 renunció a su puesto de ministro de Estado. Fue nombrado gobernador de Valparaíso y comandante general de marina. En 1835 volvió de nuevo al gobierno, ocupando la cartera del Interior y Relaciones Exteriores (9 de noviembre de 1835), Guerra y Marina (21 de septiembre de 1835). Ejerció la cartera de Justicia, Culto e Instrucción Pública interinamente (1° de febrero de 1837) y fue elegido senador (1837-1846). Mientras tanto, en la vecina República de Bolivia el general Andrés Santa Cruz aspiraba a formar una sanidad con las repúblicas unidas del Plata y Chile, para lo que inició una Política de intrigas, fomentando el descontento con los gobiernos vecinos. En Chile encontró tenaz replica en el ministro Diego Portales, cuya personalidad no se vio amedrentada por las maquinaciones del general boliviano, sino que presentó una enérgica resistencia organizando un ejército para el caso de tener que entrar en guerra contra la Confederación Peruano-Boliviana. La guerra fue declarada el 28 de diciembre de 1836. Se ha sostenido, sin confirmación, que las conspiraciones de Santa Cruz a través de las infiltraciones en Chile dieron por resultado el motín de Quillota, provocado por José Antonio Vidaurre, y el asesinato de Portales. Este se hallaba pasando revista a las tropas en Quillota, cuando fue reducido a prisión, y al ser conducido a Valparaíso se le fusiló sin proceso. Corrían los primeros días de junio de 1837 y a los 44 años de edad el estadista era inmolado. El asesinato a Portales provocó el repudio nacional y si con su muerte sus enemigos quisieron destruir su obra, se equivocaron, pues ésta continuó merced a una de las gestiones más profundas que registra la historia en el plano político. Es, sin duda, el más interesante de los políticos con que ha contado Chile en su historia republicana. El historiador Jaime Eyzaguirre lo retrata como "un hombre de mediana estatura, y cabello normal, de cuerpo esbelto, dotado de una agilidad que se mostraba en el andar rápido; el rostro pálido y delgado; la frente amplia, favorecida por una inicial calvicie; la nariz recta y prolongada; la barbilla redonda. Sus ojos de azul intenso y gran expresividad y sus labios daban al semblante una viveza y animación extraordinarias. A ello se agregaba una locución vehemente e ingeniosa, y a menudo mordaz, tajante e implacable, que hallaba, además, en el género epistolar una potente válvula de escape. De igual modo en la conversación afectuosa y chispeante, en los momentos de ira o en las órdenes secas y concluyentes, se escapaba de su ser un fluido magnético que hacía difícil, cuando no imposible, resistir a su poder avasallador". Por su parte, Isidoro Errázuriz nos habla de sus cualidades como político en las frases siguientes: "En la práctica de los negocios había adquirido el hábito de marchar de frente hacia cualquier dificultad, de llamar a las cosas por su verdadero nombre y de descubrir a primera vista el lado favorable y el lado adverso de toda situación y el lado flaco de sus aliados y de sus antagonistas. "La naturaleza había depositado en su espíritu la cautela del genio que alumbra su camino, a los que la poseen, en el fondo de las tinieblas y en lo más revuelto del caos y les permite juzgar acertadamente producto de una intuición admirable, sobre hombres y sobre instituciones y doctrinas. "Sabía las cosas en el punto y el momento preciso y las empuñaba con brazo hercúleo en el momento justo."

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